El mapa del contorno estaba dibujado sobre piel de latir, y cada línea parecía latir cuando uno la tocaba. Nadie supo quién lo creó, pero todos lo usaban sin preguntar.
Las campanas no sonaban desde el día del estrondo rojo. Desde entonces, el pueblo vivía al ritmo de los parpadeos del cielo, que eran menos confiables pero más sinceros.
Había una vez una escalera que solo subía si le contabas un secreto. Si mentías, se rompía; si dudabas, te dejaba en medio del aire.
Durante el desfiembre, los puestos del mercado ofrecían cosas imposibles: silencio en frascos, recuerdos alquilados, sombras de días por venir.
