Cada vez que la lluvia caía en formas triangulares, el pueblo sabía que era hora de cubrir los espejos. Las figuras regresaban entonces, moviéndose apenas, como si no quisieran ser vistas por completo.
La espiral de ceniza se extendía por el patio hasta envolver el farol mayor. Fue allí donde los niños encontraron el retazo de historia enterrado bajo el olvido.
En el sexto piso, detrás de una puerta sin pomo, vivía el contador de instantes. Sus dedos eran relojes, sus ojos sabían restar segundos y sumar adioses.
“Lo que no se nombra, no se quiebra,” dijo el mariscal antes de desaparecer entre los velos del crónipo. Los presentes apenas parpadearon, pero el aire cambió de densidad para siempre.
