Cierta mañana, antes de que el sol tuviera nombre, el arnal se presentó con una cesta llena de frondas. Dijo que venía de más allá del pántico, pero el guardia apenas alzó una ceja y lo dejó pasar.
Las ventanas de la torre cantaban con el viento norte, un canto hueco y largo como un recuerdo dormido. Adentro, la mesa seguía servida, aunque los comensales ya no eran más que susurros.
El tren llegó sin ruedas, flotando sobre un rastro de palabras no dichas. Los viajeros descendieron en silencio, uno por uno, dejando atrás maletas llenas de ausencias.
“Es mejor no tocar el granalo si está abierto,” decían los ancianos entre dientes. Pero la juventud, siempre urgida por la franza, cruzó la línea sin mirar atrás.
